En un remís en SADAIC
Con sus bronceados de domingos familiares
Y sus caras de kermesse
Charly García
Nuestra imaginación puede mostrarnos lo que no tenemos, enseñarnos cómo son los lugares donde no estamos y tal vez no estaremos, descubrirnos lo que no existe, y aun lo que es imposible que exista, pero hay una cosa que no puede mostrarnos: un lugar sin tiempo. Podríamos vivir encerrados en una cáscara de nuez, como propone Hamlet, y aun así veríamos las cosas suceder una tras otra, en una secuencia en la que hay antes y después, y de ese antes y ese después extrapolamos el antes del antes, el despues del despues.
El límite, claro, es de la imaginación, no del pensamiento. San Agustin reconoció que la pregunta del tiempo era importante1
He aquí que yo respondo al que preguntaba: “¿Qué hacía Dios antes que hiciese el cielo y la tierra?”. Y respondo, no lo que se dice haber respondido alguien bromeando y eludiendo lo peliagudo de la cuestión: “Preparaba —contestó— castigos para los que escudriñan profundidades”. Una cosa es ver, otra reír. Yo no responderé tal cosa. De mejor gana respondería: “No sé lo que no sé”
La física no nos ayuda mucho más que la teología. Sabemos que el tiempo es una de las siete cantidades físicas fundamentales, y lo medimos midiendo repeticiones de cosas que definimos pasan de forma cíclica. Se supone que no existía, o que no tiene sentido hablar de él, antes del Big Bang, que es más o menos lo mismo que decía San Agustín, pero con ecuaciones.
Vivimos en el tiempo, aunque no sepamos qué es, lo sentimos como sentiríamos el calor del sol en la cara aun si no tuviéramos la menor idea de qué dicen las ecuaciones de la termodinámica. Y por una parte lo vivimos en forma personal, lo sentimos transcurrir de un modo subjetivo -una hora de felicidad es muchísimo más corta que una hora de sufrimiento- pero también lo usamos, como usamos todo, para contar historias sobre nosotros mismos. Contamos el tiempo de nuestras civilizaciones en edades más o menos míticas, y el de nuestras vidas en etapas. Y muchas veces usamos los mismos nombres para cosas distintas. Por ejemplo, ésta nuestra época parece ser la época de la juventud. Pero joven no quiere decir siempre lo mismo, más allá de la cronología.
En los tiempos modernos, y hasta la década de 1960/70 joven quería decir potencial, pero incompleto. Las organizaciones políticas tenían juventudes, pero eran mas o menos mano de obra entusiasta bajo la dirección de gente mayor supuestamente experta, soldados de un ejército, no generales. Una especie de línea clásica que nos viene más o menos desde Aristóteles: cada ser tiene un plan, ese plan es llegar a ser lo que debe, eso se logra a través del desarrollo, que toma tiempo. Y como el insecto, que debe ser larva y pupa antes de llegar a su forma cumplida, las personas debíamos ser niños y jóvenes antes de ser completos, de ser adultos. Después se puso de moda la versión romántica que es una heredera de Rousseau: si nacemos puros y buenos y la civilización nos corrompe, entonces los jóvenes son mejores que los adultos, porque han sido menos corrompidos y están más cerca de la forma ideal de lo humano. La juventud maravillosa empezó a reclamar su lugar, de Woodstock a Plaza de Mayo, de Paris a Praga. Nos quedamos con ese mito. Los partidos de izquierda, abandonado todo marco teórico, se proclamaron como partidarios de la juventud. La nueva derecha populista hace hoy lo mismo. Se ve que ambos leyeron poco.
Más allá de las razones ideológicas, tal vez hay una razón real para la mitologización contemporánea de la juventud: la primera mitad del siglo XX vio un enorme crecimiento en el número de jóvenes, causada por el desacople en el tiempo de dos variables. La primera es la fertilidad (el número de hijos promedio por mujer), la segunda es la mortalidad infantil. En las épocas pre industriales, la mortalidad infantil era enorme y la fertilidad también. En la antigüedad eso implicaba una población más o menos estable (digamos, en el año 200 había unos 200 millones de habitantes en el mundo, y en el mil, 275 millones, según algunos estimados) A partir del medioevo la población se incrementó lentamente: pasamos de 500 millones a 1000 en 200 años. A partir del medioevo, la mortalidad infantil empezó a caer, primero lentamente y luego a gran velocidad. Por ejemplo tenemos datos de Francia2 que muestran que el siglo XVIII entre el 40% y el 50% de los chicos morían en la infancia, pero los datos de otras civilizaciones (Roma Clásica, Japón en el siglo XIV, Nazca en el año 400, Mallorca en el 400 antes de Cristo) estaban en tasas parecidas. En 1950 era del 27%. Hoy es de menos del 4%. La tasa de fertilidad3 era, según los datos que tenemos para Europa antes de 1800, de entre 4.5 y 6.2 hijos por mujer. En 1950, el promedio del mundo estaba más o menos en 5. Y eso generó dos cosas: primero, una enorme explosión de la población (en parte: la población también aumentó porque la tasa de mortalidad de los adultos también cayó fuertemente), y un enorme número de jóvenes. O sea, los jóvenes de 1950 en adelante, los adultos de fines siglo XX, son los hijos de esa explosión. Siendo muchos definieron la moda, y causaron que pasáramos del mito del desarrollo al mito del paraíso perdido. Alguien mejor que yo tal vez analizará, o probablemente ya haya analizado, el impacto en la cultura humana de esta configuración. Por ejemplo, Octavio Paz dedicó un par de páginas notables en su Hijos del Limo a explicar el cambio de la cultura revolucionaria de fines del siglo XIX y principios del XX a la cultura rebelde de mitad del siglo XX para acá.
Pero si esta hipótesis es cierta, si una de las guías del cambio cultural fue la demografía, entonces tenemos noticias: es un mundo que ya no existe. Vamos a un mundo con cada vez menos jóvenes. Y eso tiene consecuencias económicas y culturales que todavía no entendemos del todo.
A partir de 1950 la tasa de fertilidad empezó a caer abruptamente, primero o más en algunos países, pero finalmente en todos. Los datos del Banco Mundial -que están en el siguiente cuadro- nos dicen que hoy las mujeres tienen 2.4 hijos menos, en promedio, que en 1960. Los números varían por región: son 3.3 menos en China, 4 menos en América Latina, 3.9 menos en India, 2.4 menos en el sur y el este de África. Todos los continentes, salvo África, ya están por debajo de 2.1 hijos por mujer, que es el número en el cual la población se mantendría estable.
En 60 años la fertilidad cayó 74% en China, 56% en América del Norte, y aún en el Centro y Oeste de África, donde la tasa sigue estando cerca de 5 hijos por mujer, la caída fue del 25%.
Pero esto provoca otra cosa: no solo la cantidad de jóvenes decrece -porque nacen menos y los viejos no nos volvemos más jóvenes: la proporción de jóvenes decrece. En 1960, algo más del 40% de los latino americanos tenían menos de 14 años. Hoy no llegan al 25%. En cambio, los mayores de 65 eran menos del 5% y hoy son cerca del 8%. La tendencia se repite en todo el mundo (salvo, por ahora, en el Centro y Oeste de África).
Ahora, ¿por qué cae la fertilidad? Hay muchos factores posibles, desde cosas económicas, como la incorporación masiva de las mujeres al mercado del trabajo durante el siglo XX, sociales, como el acceso de las mujeres a la educación superior, cultures, como cambio en la idea de qué es una familia ideal o la creciente urbanización de la población, o tecnológicas, como el acceso a medios anticonceptivos seguros, baratos y accesibles. Pero seguramente lo que vimos antes, la caída de la mortalidad infantil tiene que ser un factor relevante: una visión basada en un estado material del mundo que tardó 50 años en ajustarse a un nuevo estado. Ya no necesitamos reproducirnos tanto porque sobrevivimos mas, porque vivimos mas tiempo. Y un poco lo vemos porque, en todo el mundo, la relación entre esperanza de vida al nacer y fertilidad sigue mas o menos el mismo camino: al principio, cuando pasa de 30 a 45 años, la fertilidad crece, probablemente porque las mujeres sobreviven mas años fértiles, y porque la mortalidad materna -que era uno de los principales factores de muerte en las mujeres- cae. Cuando supera los 45, la fertilidad empieza a caer, mas o menos al mismo ritmo en todas partes, en África, en las Américas, en Europa o Asia. Esto no nos muestra una relación causal - puede ser sólo correlación- pero nos dice que a medida que los países que hoy todavía tienen tasas de fertilidad altas empiecen a aumentar su expectativa de vida esas tasas de fertilidad se reducirán al ritmo que vimos en el resto del mundo.
Por supuesto, esta estabilización o caída de la población mundial preocupa a mucha gente. Algunas de esas preocupaciones, cuando tratan de entender qué cambios traerá esto al mundo, son razonables. Otras son menos. Por ejemplo, hay mucho pensamiento que se quedó trabado en el siglo XIX y sigue pensando en que la cantidad de gente determina el poder de un país, una idea que viene sobre todo de los ejércitos masivos de finales del siglo XIX hasta mediados del XX. Mucho pensamiento económico sigue fijado en la idea de crecimiento, porque en un mundo en el que la población crecía el 1% anual, si la economía crecía menos que eso, éramos, per capita, mas pobres. Pero ya no es el caso. Por ejemplo, el otro día encontré un hilo de Twitter de Rafael Rofman, que es un experto en estas cosas, mostrando la idea de que en este momento, en el que tenemos cada vez menos jóvenes y más adultos, podríamos mejorar significativamente la educación, tendríamos una cantidad superior de dinero para gastar por alumno pero sin gastar más.
Pero también hay preocupaciones menos razonables. Hay toda una serie de teorías conspiranoicas que atribuyen la caída de la fertilidad a una conspiración global (en los 1970s se hablaba de la Fundación Rockefeller, ahora se habla de Soros o la Agenda 2030, pero en general quieren decir las elites secretas que en la imaginación de los imbéciles gobiernan el mundo). Hay versiones de derecha (como la Replacement Theory en los Estados Unidos) y otras no tanto (recordemos que Fontova cantaba “nos mandan las pastillitas pa’que no nazcan los nenes”).
Y mas acá de las conspiraciones, también hay gente que no puede imaginarse el futuro mas que como la extensión del presente, gente que cuando ve una curva cree que puede moverse para adelante o para atrás en la curva, pero no que las curvas cambian en el tiempo.
Lo interesante sería hacer otra cosa, concentrar nuestra imaginación, nuestro poder de cambiar el mundo, para pensar cómo sería el futuro que querríamos que sucediera. Si los motores cambiaron nuestra relación con los trabajos que requerían fuerza mecánica, ¿qué pasará con el cambio de la estructura de la población en un mundo donde tendremos robots e inteligencias artificiales? ¿Seguiremos con la veneracion romántica de la juventud en un rictus nostálgico? Quién sabe. El tiempo dirá, y nosotros con él.
Confesiones, Libro undécimo, Capítulo 12.
https://ourworldindata.org/child-mortality-in-the-past
https://ourworldindata.org/fertility-rate
No sabés cuánto agradezco estos artículos, a la vez divertidos e instructivos. Lo del tiempo, que "se supone que no existía, o que no tiene sentido hablar de él, antes del Big Bang, que es más o menos lo mismo que decía San Agustín, pero con ecuaciones" es brillante. Y exacto además. Por lo demás, como ya lo dijo el Gabo, el tiempo ya no viene como antes.