Mi Nombre es Nadie
Hablamos de géneros menores, de Tom Ripley, y de algo que ni siquiera está vacío y todo lo consume.
Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien.
Jorge Luis Borges, Everything and Nothing
Poca cosa me parece más risible que la idea de que hay “géneros menores”: en las artes no existen géneros menores, en todo caso hay artistas menores. Muchas de las expresiones artísticas más valiosas del siglo XX empezaron como cosas “menores”: el jazz, el cine, el tango, la ciencia ficción, el cómic, por dar sólo un par de ejemplos. Nadie puede predecir a partir de qué aparece alguien como Duke Ellington o Akira Kurosawa, como Aníbal Troilo o P. K. Dick o Winsor McCay, pero pasa y hay que tener los ojos abiertos para no confundir arte con establishment, crítica con clasismo, talento con disciplina: hay muchísima música culta pésima y mucho punk rock genial. Y también lo recíproco. Las cosas son cosas.
Entre nosotros, Borges fue uno de los primeros en reivindicar lo que en su época se consideraban expresiones marginales, empezando por los tangos suburbiales y obscenos -antes de que las discográficas crearan el mito de Gardel y los volvieran socialmente aceptables- y su fascinación por las inscripciones en los carros y camiones, que anotaba en una libreta, pero también por cosas que no eran consideradas (entre comillas) arte elevado en su época: la novela policial o fantástica, escritores como Robert Louis Stevenson, G. K. Chesterton o Joseph Conrad, poco apreciados en un mundo que valoraba el preciosismo edulcorado, el psicologismo, la escritura pastosa de los imitadores de los imitadores de Proust, las ilusiones simétricas de la capacidad del arte para ser perfecto y para representar perfectamente el mundo. En su ensayo La supersticiosa ética del lector escribe:
La página de perfección, la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los cambios del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página “perfecta” es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que tiene, vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba. No se puede impunemente variar (así lo afirman quienes restablecen su texto) ninguna línea de las fabricadas por Góngora; pero el Quijote gana póstumas batallas contra sus traductores y sobrevive a toda descuidada versión
Y, en el prólogo de La Invención de Morel:
La novela característica, «psicológica», propende a ser informe. Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad… Esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela «psicológica» quiere ser también novela «realista»: prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo toque verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día. La novela de aventuras, en cambio, no se propone como una transcripción de la realidad: es un objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada. El temor de incurrir en la mera variedad sucesiva del Asno de Oro, de los siete viajes de Simbad o del Quijote, le impone un riguroso argumento.
Nuestra época tiene otras supersticiones, claro. Pero no cambia el hecho de que son supersticiones.
Patricia Highsmith es un ejemplo de una escritora a la que habitualmente se la encuadra en la literatura menor, autores a los que se lee -porque se los lee- como un placer culposo, o como algo para pasar el tiempo. Quizás no la ayuda el hecho de que parece haber sido una persona bastante desagradable: áspera, antisemita, alcohólica, misantrópica en general. O tal vez que escribía literatura de género, lo que se suele llamar novelas policiales o thrillers psicológicos.
Y sin embargo, están las novelas. La primera fue Strangers on a train, publicada en 1950 y hecha película por Alfred Hitchcock en 1951. Es cierto que Hitchcock se quedó con el 10% de la historia e hizo con el resto lo que se le cantó, que es lo que solía hacer, pero la idea central está. Dos hombres se cruzan al azar en un viaje en tren, conversando se revelan que la vida de ambos está siendo arruinada por alguien, y en broma concluyen si cada uno matara a la némesis del otro sería un crimen perfecto, ya que ningún crimen tendría motivo. Lo que sigue no importa acá, lo que importa es que ya es el mecanismo arquetípico de sus novelas, y que pone de cabeza la estructura de la novela policial: no hay un misterio que desvelar, no hay un detective que junta las piezas y las rearma, no hay solución ni nada que solucionar, no hay catarsis: todos sabemos lo que pasó más o menos desde el principio, y la clave es cuánto van a aguantar los personajes la situación de tensión y paranoia que crece página a página.
El destino cinematográfico de su primera novela fue también el de muchas otras. En 1955 Highsmith publicó The Talented Mr. Ripley, la primera de una serie de cinco con Tom Ripley como protagonista -las otras son Ripley Under Ground (1970), Ripley’s Game (1974), The boy who followed Ripley (1980) y finalmente Ripley Under Water (1991, un par de años antes de su muerte). Y de algún modo Tom Ripley se convirtió en un favorito de los directores de cine: Ripley Under Ground fue filmada por Roger Spottiswoode en 1995, con Barry Pepper como protagonista, Ripley’s Game tuvo dos versiones (Der amerikanische Freund, dirigida por Win Wenders con Dennis Hopper como protagonista, en 1977 y Ripley’s Game en 2002, dirigida a medias por Liliana Cavani y el protagonista, John Malkovich).
La más adaptada es, hasta ahora, la primera, The Talented Mr. Ripley, que tuvo tres versiones: en 1960 la dirigió René Clément como Plein Soleil con Alain Delon, en 1999 Anthony Minghella con Matt Damon como protagonista. En este 2024, Netflix puso al aire una miniserie, adaptada y dirigida por Steven Zaillian y protagonizada por Andrew Scott.
La historia de la novela no es muy compleja, y la voy a resumir acá para que podamos ver las distintas elecciones -buenas o no tanto- que hacen las adaptaciones. A partir de acá son todos spoilers.
Tom Ripley es un criminal de poca monta que vive en New York. Se dedica a las pequeñas estafas, a falsificar firmas en cheques y hacerse pasar por los beneficiarios para cobrarlo. Un día se encuentra con un rico empresario naviero, Herbert Greenleaf, que cree recordar que Tom es amigo de su hijo, Dickie. Ripley dice que sí, aunque apenas se lo cruzó en alguna parte. Greenleaf le ofrece dinero por viajar a Italia a convencer a Dickie, que vive como un bohemio cerca de Napoli, de volver a casa. Ripley acepta, viaja a Italia, logra insertarse en la vida de Dickie y de su amiga Marge, otra americana que aprovecha los precios de saldo de la Italia de posguerra. Dickie no recuerda de dónde lo conoce pero lo incluye en su mundo. Tom empieza a apreciar eso que los otros tienen y él no: dinero, contactos, una vida reposada, buen gusto. Cuando Dickie empieza a hartarse de él, Tom planea matarlo. Aprovecha un viaje a San Remo y, en un paseo en bote, lo liquida a golpes de remo, se deshace del cadáver y hunde el bote. Vuelve al pueblo donde vivía Dickie y le da a Marge una carta -firmada por Dickie, falsificada por él, claro- donde le dice que necesita estar solo y que se va a Roma, y en esa ciudad se instala lujosamente con el nombre de Dickie, y vive de cambiar cheques de su cuenta. En un juego delicado, se hace pasar por Tom para algunos y por Dickie para otros, sembrando indicios del paso de Tom o de Dickie en distintos lugares. Hasta que un amigo de Dickie aparece en su casa, y descubre el juego. Tom lo mata, y deja su cadáver tirado en un descampado. La policía lo encuentra, y ahora cree que Dickie lo mató. Y después encuentran el bote hundido en San Remo, y creen que también mató a Tom Ripley. Después de un interrogatorio policial, Tom decide que tiene que desaparecer. La policía lo persigue pero sin lograr encontrarlo. Finalmente reaparece como Tom en Venecia, donde lo entrevista nuevamente la policía -pero no los mismos agentes que en Roma, que por lo tanto no descubren el engaño. Finalmente Tom hace aparecer una carta de Dickie donde acepta la culpa por el asesinato, y todos -Marge, la policía, el señor Greenleaf- creen que Dickie se suicidó. Unos meses después, Tom hace aparecer una carta de Dickie donde lo nombra su heredero. Con la fortuna que acaba de conseguir se prepara para vivir la vida que envidia.
La película de Clément tiene la adaptación más curiosa de las tres: por una parte, empieza en la mitad -Tom y Dickie ya son amigos en Italia y la historia empieza en la Via Veneto, probablemente en el mismo café en el que Marcello y Paparazzo cazaban chismes en La Dolce Vita-, por otra insiste mucho en el tema de Dickie humillando a Tom. En vez de apropiarse de la herencia, Tom saca la fortuna de Dickie del banco y la deja, con su carta de suicidio, indicando que la reciba Marge. Tom vuelve a Marge, y empiezan una relación romántica. Tomo se ha quedado con todo lo que era de Dickie. Pero una accidente revela que lo asesinó, y la película termina con la policía arrestándolo. Highsmith se quejó de que el final era una concesión ridícula a la moralina. Más allá de eso, la película es bellísima, pero tiene algo extraño: filmada en 1960 -o sea, contemporánea de la historia que cuenta- la imagen nos parece deslucida. Roma no parece Roma, la costa amalfitana no tiene el destello que esperábamos. Y es probablemente porque nuestra imaginación de Roma esté corrompida por las películas -más modernas, mejor iluminadas- que hemos visto.
En ese sentido, la versión de Minghella es la que captura mejor la luz y el color de esa Italia que existe en nuestros sueños informados por Disneylandia. Y es la que más lejos está de la novela de Highsmith. Empieza por plantearnos a Tom Ripley no como un estafador de cuarta sino como un joven pobre pero talentoso, que es confundido con un amigo de Dickie por el señor Greenleaf porque usa un saco -prestado- con un escudo de Princeton mientras toca el piano acompañando a una cantante clásica en una función. Dickie no ambiciona ser pintor sino saxofonista de jazz, y colecciona discos de Coltrane y Rollins y Chet Baker, y es tan fanático de Miles Davis que incluso tiene Tutu, un disco que Davis sacó en 1986, aunque la película transcurra en 1961. La tensión homoerótica, que está presente en la novela, acá se convierte en una especie de triángulo amoroso entre Dickie, Marge y Tom, probablemente porque el director no cree que, como dijo Nimzowitsch, la amenaza es siempre mas fuerte que la realización. De hecho le inventa a Tom una relación homosexual y otra heterosexual, y un homicidio, tan adicionales como irrelevantes. Tampoco Tom planea matar a Dickie, es algo que pasa en un momento de furia, respondiendo a la agresión de éste. Tom lamenta el homicidio: se abraza largamente al cadáver de Dickie, llora de emoción mas tarde viendo una función de Eugenio Oneguin. Lo que se dice un tipo sensible. Tampoco hay testamento, ni robo del dinero de Dickie. El señor Greenleaf, en agradecimiento por su discreción, decide regalarle la fortuna de su hijo presuntamente muerto, lo cual nos deja preguntándonos cómo pudo llegar al éxito empresarial alguien tan evidentemente idiota.
La nueva versión de Zaillian tiene la ventaja de ser una miniserie de ocho capítulos, lo que le da lugar para extenderse. Y algunas cosas hacen pensar que están pensando en otras temporadas, en adaptar los demás libros (por ejemplo, un personaje fundamental de los siguientes libros, interpretado por el mismo Malkovich, aparece en un par de escenas). La cosa mas curiosa es que haya elegido un blanco y negro intensísimos para contar la historia. Por un lado es visualmente espléndida, por otro lado tiende a exagerar el dramatismo de todo. La trama es bastante fiel a la novela, con algunos cambios menores -desaparece la trama del testamento, Ripley tiene pesadillas- aunque agrega una historia colateral insoportable, que no transcurre en el presente, sino cerca de 1600, siguiendo eventos de la vida de Caravaggio, con quien Tom Ripley está obsesionado (porque Dickie le dice que es un gran artista, pero también porque le dice que mató a alguien). Andrew Scott es un maravilloso Ripley, aunque le sobran veinte años y no tiene ningún parecido físico con Johnny Flyn, el actor que hace de Dickie, lo que vuelve poco creíble que alguien se los confunda.
De las tres adaptaciones, mi preferida sería la de Clément, la más bella de las tres, si no fuera por el final ridículo que eligió. La adaptación de Minghella altera totalmente el personaje de Tom, lo convierte en un joven artista descarriado, cuando en realidad es un sociópata peligroso. Así que tengo que quedarme con la de Zaillian. Andrew Scott es el mejor actor que ha hecho de Ripley, y la actuación de Matt Damon es excelente, pero el mejor Ripley es Delon, que es el peor actor de los tres, probablemente porque es el peor actor de los tres. Scott o Damon nos dejan ver que hay algo detrás de la máscara de Ripley, Delon nos muestra claramente que no hay nada de nada, ni siquiera un vacío, apenas una lámina plástica que puede adaptarse a cualquier superficie, rodearla hasta la asfixia, y que no puede ser llenada porque no tiene ningún volumen que llenar. Su Ripley no es ni siquiera despreciable, no es.
Ese es el milagro de Highsmith: construye una novela con un narrador omnisciente pero que está enfocado en Tom Ripley, un personaje con el que no podemos simpatizar, que no es ni siquiera un antihéroe, pero al que no podemos dejar de mirar. No queremos que gane, pero tampoco queremos que pierda, no por solidaridad con él, sino porque no queremos que se termine la aventura. Solo el gran arte puede lograr eso.
Excelente como siempre. Justo en estos días, mi esposa y yo estuvimos dedicados totalmente a los "géneros menores": yo, leyendo a Ross Macdonald, a quien nunca había leído y que me pareció muy bueno, un digno heredero de Chandler. Y mi esposa, viendo justamente la miniserie de Tom Ripley, que le gustó mucho.