El viajar es un placer
Que nos suele suceder
Pipo Pescador
Le gusta viajar, pero odia ser un turista. No quiere que lo confundan con la gente que va en micro a ver cosas importantes. Si, conoce el término flaneur -es un tipo de amplias lecturas superficiales, pero tampoco lo convence la idea. Quiere vivir un poco de los lugares que visita, caminar por las callecitas de una ciudad cualquiera, mirando a los que pasan, ser el ojo de la acción, no un personaje. Pero como es neurótico, pero no boludo, la ciudad nunca es una ciudad cualquiera, y los que pasan son turistas, lo que lo motiva a pensar en cuánto odia ser un turista. Y volvemos a empezar.
Es que él es así, reflexivo, pero no siempre sobre cosas sobre las que valga la pena reflexionar. Como decía Antonio Machado contra los poetas que escriben sobre literatura: abejas que liban miel en vez de néctar. Una cadena que puede seguir hasta el infinito, impulsada siempre sobre sí misma y sin ir a ninguna parte.
A veces se cansa de pensar, y hace lo que dijo que vino a hacer: se sienta en un café en la esquina más turística de una ciudad muy turística, donde los demás son turistas y él es un turista vergonzante. Pero pensar eso lo cansa, y se sienta dentro del café, cerca de los ventanales que dan a la plaza. Afuera también hay mesas. Son las 10 de la mañana y se pide un café y un cornetto, y se pone a mirar las filas de gente que van de A a B o viceversa. Gentes diversas en las otras mesas, muchos idiomas, todo el mundo desayuna de un modo ligeramente distinto.
Y de pronto se ve mirando a una mesa de las de afuera, del otro lado del vidrio, sobre el pavimento de piedra de la plaza: un hombre solo, sentado en una mesa para cuatro, con una valija pequeña con ruedas a su lado, comiendo. No es raro que haya hombres solos, o que lleven valijas, o que se sienten afuera, pero lo que está comiendo es extrañísimo. Es como si hubiera pedido todo lo que había en el menú: tazas de café, pastas, carne, un vaso de vino, cantidades de comida que habrían alcanzado para cuatro o cinco, una variedad que parece la materialización de una fantasía infantil, de un cuento con moraleja contra la glotonería.
No entiende quién puede comer así.
La camarera empieza a levantar los platos y el hombre, que parece haber venido de algún lugar indefinido de Europa oriental —el escaso pelo rubio debajo de la gorra, los ojos glaucos, una barba de un par de días— le dice algo. Ella entra al local. Él sigue mirando al hombre sentado en la plaza. Dos minutos. La camarera le sirve al hombre de la valija dos postres distintos. Piensa, sigue pensando, y de pronto entiende: es claro que hay una sola opción razonable, y no entiende cómo no se le ocurrió antes: el rubio es un terrorista suicida y la valija es una bomba. Eso es lo que quiere decir esa cena de condenado a muerte.
Y ahora tiene dos problemas adicionales. ¿Hay que salir corriendo y salvarse? Parece egoísta, aún cobarde. ¿Hay que llamar a la policía, alertar a los soldados que patrullan la plaza? Teme quedar como una persona exagerada, como un turista fuera de sus cabales, como una persona de nervios delicados, como un personaje de un cuento de Poe, y eso le parece aún menos aceptable que ser un turista.
Siente que debe resolverse con urgencia, pero no lo logra, cuando ve que el rubio le hace un gesto a la camarera pidiéndole la cuenta. Es claro que la bomba no va a explotar ahora: nadie pagaría la cuenta si piensa explotar en unos segundos. Respira, trata de respirar pausadamente, de controlar el ritmo. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?
Y de pronto ve algo que lo tranquiliza: la camarera le lleva al rubio, junto con la cuenta, doggy bag.
El rubio no es, no puede ser un terrorista: nadie que tenga un perro que lo espera puede estar preparándose a morir. Podemos dejar plantadas a nuestras novias, abandonar el trabajo, huir por la ventana de casa en calzoncillos para no volver jamás, pero nadie abandona a su perro. Nadie tiene el corazón tan duro como para salir con el plan de no volver cuando alguien lo espera detrás de la puerta y lo esperará por toda la eternidad.
Por una parte, se tranquiliza. Por la otra, se decepciona. El rubio no es nadie, se levanta, arrastra su valijita insignificante hasta integrarse en la melaza de turistas y perderse, y nuestro héroe se queda en blanco. Tiene que pensar rápido en algo, en cualquier otra cosa. Y de pronto se ilumina: en cuanto vuelva a casa, va a comprarse un perro. No sea que algún distraído con tiempo de más lo confunda con un terrorista suicida.
Un escrito diferente esta vez. Un relato. No está nada mal. De hecho está muy bien. Me atrevo a sugerir que se podría intercalar un relato cada tanto. Para los que nos cansamos de pensar...
Genial Felpe. Gracias.